20 abr 2010

Pacto de belleza



 Había pasado la hora de la comida cuando llamaron a su puerta con golpes de apremio. El sirviente fue a abrir y regresó hasta el salón, acompañado de un hombre ricamente aderezado pero sucio por el polvo de muchas leguas. Aquel se identificó enseguida como emisario de su señor el rey Almohade. Puso en las manos del Caballero de la Media Luna un papiro lacrado y se retiró con reverencia, cerrando la madera.
−¿Qué será este mensaje, mi señor, que llega en esta hora demasiado tempranera? −preguntó el sirviente, usando de la confianza habitual entre ambos siempre que se encontraban a solas. El señor desplegó aquel mensaje con manos ansiosas y embargado por un presentimiento funesto. Los segundos se tornaron minutos mientras leía, la sombra de una duda anegó sus facciones severas en cuanto hubo terminado. El sirviente carraspeó con ensayada ligereza para sacar al caballero de su zozobra.
−Oscura es la hora además de temprana, mi fiel Abdul. Pues hasta oídos de mi rey han llegado rumores de mis devaneos con la Dama Sol, y no entiende ni aprueba que me entretenga tanto en terminar con unos viñedos que por su bravura, más parecen guerreros de Don Rodrigo que matas de uva dorada.

Aquella misma tarde el señor musulmán acudió a los viñedos de la Dama Sol, acompañado tan solo de Abdul. Era la hora en que la media luna puede verse en la cúpula celeste, vaporosamente ataviada con crestones blancos mientras que el sol se pone todavía entre púrpuras, que reflejaban las gráciles parras descolgadas por los postes. Los terrenos tapizados de verde y oro marcaban el confín alrededor de la casa, hasta allá donde la vista podía abarcar. La Dama Sol leía bajo la techumbre del caserío con los cabellos levemente desordenados por los dedos de la brisa vespertina. El joven señor observó una hamaca de mimbre vacía que parecía esperarle, y se aproximó hasta ella mientras Abdul se iba dar un paseo entre los campos de cultivo, dejándoles solos.  Aquella vez el caballero notó inmediatamente dos diferencias y una semejanza respecto a sus tres visitas anteriores. Inesperadamente, había puesta sobre la mesa una botella cristalina con un fluido del color de las cerezas maduras. Sobre ella incidía un postrero rayo de luz. La acompañaban dos copas: una vacía, llena la otra. La dama no levantaba todavía los ojos del volumen apergaminado que sostenía entre sus dedos lívidos. Igual que las tardes anteriores, un remolino de sensaciones contradictorias con regusto de pecado afloraron a su pecho cuando la Dama Sol alzó sus iris azules y halló los negros del caballero. Hoy tampoco sería capaz de anunciar a aquella mujer el motivo de su advenimiento: no podría destruir el paraíso de aquella infiel.
−¿Cuál es ese libro que subyuga vuestros sentidos más allá de mi llegada, más allá de este momento único en que vuestro sol y mi luna pueblan el cielo como una sola luz?
−No diré que conozco el motivo de vuestra llegada, ni tampoco que sé de quién recibisteis un mensaje después de la comida... −respondió la dama con una voz distante−.  Este libro habla de Plotino, un filósofo griego que teorizó sobre la belleza del Uno...
−¿El Uno? ¿Es acaso el Dios humano de los cristianos? ¿O es Allah, el Dios de mi pueblo? −respondió el caballero, recelando. La mujer negó, ladeando la cabeza con un brillo idealista en la mirada.
−El Uno y su belleza son todos los pueblos juntos, musulmanes y también cristianos... El Uno sois vos, y soy yo, y es este vino que aguarda sobre la mesa. Es la copa llena, y también la vacía, que será llenada.
¿Cómo podría destruir él a aquella mujer, aquellas tierras fértiles, aquel instante sublime robado al olvido? Acaso la prueba final pudiera ser cosa de un simple beso... no sería la primera vez, pensó desesperado. Si probaba aquellos labios finos pero seductores, dotados del mismo tono que la sangre de Dioniso, y no sentía nada, todavía había esperanza para su familia, su rey, su Dios. Inmediatamente su voz templada dio forma a los pensamientos, urdiendo con habilidad una maraña filosófica de la que, pensó, la hermosa infiel no escaparía tan fácilmente.
−El Uno que mencionáis, Dama Sol, esa belleza que participa de todo y de todos, ¿se encuentra igual en los actos de unión, o tan solo anida en las cosas y en lo seres?
−¿Cómo separar la belleza de los actos hermosos? ¿Cómo discernir entre la Venus de Milo y el sacrificio de una madre por su hijo? ¿O el de una amante por su amado?
−Entonces juntemos nuestros labios, hagamos que el sol y la luna que están ahora en un mismo cielo prolonguen esa unión estelar en nuestras bocas, que choquen los astros y se fusionen la Dama Sol y el Caballero de la Media Luna −la incitó él. La joven de cutis de mármol asintió, aproximando lentamente su rostro hasta que el joven pudo sentir su respiración sobre su propia nariz, que acudía tibia y fresca por los aromas dulces del vino, que sin duda, la dama había estado bebiendo.
−“No probaréis mis labios sin antes probar mi vino” −repuso ella en el último segundo, alejando las anheladas curvas cuando el hombre ya se creía fulminado.
−No será tan flaco mi ánimo, ni tan temblorosa mi mano, que ceda ahora en este empeño −respondió él, desequilibrada por entero su resolución anterior. Llevó la copa llena a sus labios y su paladar se deshizo para aflorar de nuevo con los gustos de la tierra y la madera, de la vid y de la parra, del sol y de la luna. Apuró todavía otro trago, y al acercarse los labios de la mujer todavía con la copa entre sus dedos, sintió tan solo el ánimo para una venganza baladí y bella. Interpuso el vino entre sus bocas: “No probaréis mis labios sin antes probar mi vino”, dijo. La dama bebió. Fluido, amante y amada, serían Uno para siempre.


[Publicado originalmente en espadaybrujeria.com]

7 abr 2010

La Serpiente de Uróboros, de E. R. Eddison

Voy con una reseñita, para los que tengáis ganas de una buena lectura y no os acabéis de decidir entre la apabullante cantidad de novedades editoriales en el Fantástico.

La gran historia épico-mítica, la guerra entre demonios y brujos, comienza cuando por azares de la soberbia, se establece un duelo a muerte entre sus dos señores: Gorice XI y Goldry Bluszco se enfrentan en combate singular, como sólo podía ser entre dos seres de enorme destreza y leyenda, que habían participado en la dura guerra contra los ghouls durante los cuatro años pasados, distinguiéndose con honores. Ya en ese momento, cuando aún no tenemos claros ni los alineamientos ni los personajes, comienza a destacar uno de ellos, Gro, consejero del rey brujo, uno de esos seres de ficción que parecen sumamente reales, sabio pero voluble a un tiempo. En medio, los del Foliot Rojo, seres poco belicosos y que por tanto suelen mostrarse obedientes al rey de los brujos Gorice. Tras la guerra pasada contra la horda ghoul, se estableció un pacto de paz entre Demonlandia, Trasgolandia, Brujolandia, Goblinlandia y el Foliot Rojo, a la luz del cual los brujos ostentan el señorío de Mercurio, como se llama este mundo. Duendelandia, en cambio, es el lugar para las leyendas y los mitos, tierra indómita donde cualquiera se lo piensa dos veces antes de entrar, allá dónde los años se detienen o se estiran en un suspiro hasta el infinito, criadero de maldiciones y extraordinarios aliados.
Hecha una idea aproximada del mundo que Eddison nos esboza, en un principio, para ir desgranándolo luego poco a poco, lo primero que llama la atención es el nombre de sus diferentes reinos: Trasgolandia, Goblinlandia... La traducción representa, probablemente, un error hoy día, aunque también probablemente, no lo fue en su tiempo, allá en los inicios de los noventa, cuando España todavía estaba notablemente retrasada respecto a Europa, y el inglés no estaba tan extendido; entonces, traducir Demonland o Warlockland por Demonlandia o Brujolandia, como lo hizo su curtido traductor Alejandro Pareja, suponía un acierto que ahora se nos puede antojar, por diferentes motivos, ciertamente ramplón. El nombre del mundo es Mercurio, y a pesar de que se menciona demasiado poco, parece simbólico: remitiría a la mitología clásica, de la que esta obra y su autor son claros deudores, como esbozaré durante estas páginas y quedará patente para quien lea este libro. Ello es así, en tanto que no quedan ahí las referencias al dios del comercio de los romanos (Mercurio), sino que empiezan antes de que leamos el libro: en efecto, la Serpiente de Uróboros fue considerada por los seguidores de Hermes uno de los cuatro símbolos de la eternidad, circular y repetida a lo largo del tiempo, por eso, la serpiente se muerde la cola. Para los no iniciados en conocimientos ocultistas o de religiones antiguas, diré que el dios de los romanos Mercurio, era, claramente una prolongación del dios de los griegos Hermes, con lo que el círculo lógico (Serpiente Uróboros – herméticos seguidores de – Hermes – Mercurio: dios romano y mundo de esta obra) queda bastante claro.
Otro nombre que Eddison usa con frecuencia para referirse a ciertas regiones de su mundo, debería sonar de algo a la mayoría de nuestros lectores: tierras meridionales. El mismo Tolkien se reconoció ferviente admirador de La Serpiente de Uróboros, cuya influencia sobre el profesor británico nacido en África se debería estudiar, largo y tendido, en otro momento y lugar, pero que a mí se me aparece clara, cuanto menos, en relación a El Silmarillion. Paralelismos aparte, el mundo en que transcurre esta narración, con rasgos de epopeya y épica, se podría decir que es un mundo al servicio de la acción; su autor no abunda en detalles del lugar, excepto en los pasajes más poéticos o en aquellos donde el terreno juega un papel fundamental (véase la ardua escalada del Koshtra Pivrarcha o algunas batallas). El tiempo, por otra parte, está más dilatado incluso que los lugares: el tópico del plazo se deforma (por ejemplo, cuando dos de los demonios principales están de búsqueda en la peligrosa Duendelandia y tienen que regresar a su Demonlandia natal, antes de que sea doblegada bajo los ataques de los brujos), y se conjuga con unas referencias temporales que resultan, a menudo, insuficientes; pero que cumpliendo con su función, dejan su importante espacio a la trama y los personajes.
Dos grupos de personajes resaltan, uno en cada bando principal. En el rincón dorado, grandes, poderosos y con ganas de matar, los demonios: Brandoch Dahá, Juss, Goldry Bluszco y Spitfire. Brandoch Dahá, ya había vencido y matado a uno de los reyes brujos Gorice (que así se llaman todos ellos) durante rencillas pasadas, es rápido en la ira, la juerga y la risa; carismático, representa al guerrero sin parangón. Juss es el gran arcano de los demonios, inspira un respeto reverencial a todos, y a menudo les salva de la perdición mediante sus artes mágicas. Goldry es el señor actual de los demonios, desencadenante de la fábula; y Spitfire es el menor de ellos, aunque todos confían en él como un hermano y hombre de coraje. No olvidemos que ser el menor entre los más grandes guerreros, no significa, ni mucho menos, lo mismo que ser uno pusilánime.
En el rincón morado, con veteranía, magos en ardides y la estrategia bélica, los brujos: Gorice XII, Corinius, Córund y Gro. Gorice es el doceavo en su línea de reyes brujos, todos comparten un misterioso origen y todos se llaman Gorice, aunque cada uno se destaca por una cualidad caracterizadora: un monarca es un guerrero sin par, otro es un brujo poderosísimo... Por otro lado, entre los dos siguientes brujos, Corinius que es el mejor general joven de Brujolandia, y Córund, el mejor general veterano, se establece una competencia clara por el favor de su rey. Los hijos de Córund prolongan esta competencia con Corinius. Estas rivalidades internas, que se extienden a otros adalides del bando brujo, son las que acabarán a la postre por debilitar su supremacía. No he dejado a Gro para el final por casualidad. Él, nacido en Goblinlandia, que empieza en el bando de los brujos, me pareció personalmente el más creíble y fascinante de los variados guerreros que pueblan, con sus distintas voces, las aproximadamente quinientas páginas. Es un filósofo que advierte a los de su causa unas veces, en ocasiones un sofista que con su oratoria lleva a cada cual por donde quiere. Pero ojo, también es voluble, y débil al encanto de las mujeres.
No se espere el lector encontrarse con dragones, elfos u orcos; ni tan siquiera demonios, aunque así se llame una de las facciones y un reino, Demonlandia. Eddison es parco en monstruos o razas mitológicas-fantásticas, y cuando aparecen, desempeñan papeles cruciales. Por otro lado, aquí no hay buenos ni malos, los alineamientos son grises y cada bando, lucha por su honor y su poder, cuando no por mera soberbia.
No quisiera terminar sin hacer referencia, aunque sea escuetamente, al lenguaje de esta obra que para mí, debe figurar entre las lecturas imprescindibles de los amantes del género: al principio resulta duro, pero cuando nos acostumbramos a un vocabulario que tiene más de clásico que de moderno, se vuelve exquisito como el sabor de un melocotón que resultara agrio al principio, y dulce a la postre. Y como muestra un fragmento, con tintes de augurio:

―Los agüeros caen sobre nosotros, oh Gro ―dijo el otro―. En primer lugar, el cuervo nocturno que rodeó el palacio de Carcë volando hacia la izquierda la noche en que  el rey aceptó este desafío, y cuando estábamos todos borrachos de vino después de nuestro gran banquete y comida en sus salones. Después, el rey tropezó cuando subió a la popa del barco largo que nos trajo en este viaje a estas islas. Después, el copero bizco que nos sirvió anoche. Y, todo el tiempo, el orgullo demoníaco y el espíritu fanfarrón del rey. Basta: está de muerte. Y los dados caen en su contra.

Así es La Serpiente de Uróboros, tiene más de Virgilio y Homero de lo que en estos tiempos solemos leer; pero también tiene los valores que más tarde marcaron los caminos de la épica moderna: heroísmo, traición, compañerismo, valor, ambiciones enfrentadas… Un afortunado hito de la épica y la epopeya, marchando hacia el ocaso bajo la égida de la fantasía.


Título: La Serpiente de Uróboros.
Título original: The worm Ouroboros.
Autor: Erik Rucker Eddison.
Año: 1926.
Traducción: Alejandro Pareja.
Editorial: Minotauro.
Páginas: 494.
ISBN: 84-450-7483-0.

[Publicada por primera vez en la web especializada www.espadaybrujeria.com]

5 abr 2010

II La Batalla de Qadesh

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‹‹La historia que voy a contar sucedió hace pocos años, cerca de estos mismos desiertos donde ahora nos encontramos. Creo que te resultará muy atrayente a la vez que instructiva, ya que uno de sus principales protagonistas es tu mismo bisabuelo: Ramsés II el Grande. El poderoso faraón era también joven por aquel entonces, y aunque la leyenda lo terminaría reconociendo como el hijo de los dioses que fue, creo que podré añadir cosas nuevas a las que tú ya conoces, porque los hombres, como hombres que son, viven expuestos a las más bajas pasiones y a menudo deforman la historia, para beneficio y ensalzamiento de los de su propio bando, por lo que es seguro que alguna mentira se habrá colado entre las crónicas de vuestros sacerdotes››.
            Todo lo que decía el genio me parecía con tanto atino y tan verdadero, que de mis labios no salió ninguna queja, aunque estuviera tachando de embusteros a algunos de los egipcios más sabios, como son los sacerdotes.  
››Resplandecía la primavera y terminaba mayo, en aquel año de 1274 a. de C., cuando Ramsés II marchaba hacia la ciudad siria de Qadesh, en manos del Imperio Hitita, y que entonces como hoy, era el punto de comunicación más importante entre el norte y el sur de Oriente. Su rival, el Hatti Muwatalli que comandaba las hordas de los hititas, le había declarado la guerra. Tal vez confiaba en que la superioridad numérica de los suyos sería suficiente para disuadir al Gran Faraón ante un enfrentamiento directo. Se equivocó, y en las grandes planicies a los pies de las murallas de Qadesh se acordó la batalla.
››Soplaba un viento ardiente en las dunas del desierto aquel fogoso día de primavera. El faraón iba surcando los médanos en su carro, con los brazos cruzados sobre su poderoso pecho lleno de oro. El aire en la cara le resultaba agradable, se giró y miró la élite de sus huestes: doscientos cincuenta carros tirados por dos corceles cada uno. Dos jinetes iban sobre cada carro, y tenían los rostros fieros como una tormenta de arena. Levantó su poderoso arco mixto apuntando al horizonte y, aflojando las rodillas para compensar el traqueteo, tensó la cuerda y una larga saeta sobrevoló las dunas, hasta clavarse en la arena... ¡Amon! Gritó, y todos corearon el nombre de aquel batallón egipcio que comandaba Ramsés el Grande, porque era el día previo al juicio de los dioses, y eso era bueno.
››Aquella jornada los conductores de carros azuzaron con tal ímpetu a sus monturas, que la infantería se quedó atrás por muchas leguas. “No importa” pensó el faraón mientras el astro de Ra se ocultaba fundido en púrpuras, “sobre este promontorio al este del río Orontes y bajo las murallas de la ciudad de Qadesh levantaremos nuestro campamento, y pondré aquí mi trono de oro, y aquí esperaremos al resto de los guerreros del Cuerpo de Amón de Tebas, Poder de los Arcos”. Estaba confiado porque aquel mismo mediodía Geb, el dios de la Tierra, había puesto en el camino de su ejército a dos buenos beduinos, procedentes de Qadesh, que le habían confirmado que no había ni un solo hitita cerca de la ciudad, tal y como ahora comprobaba con sus propios ojos. Tendrían tiempo de cavar el campamento y rodearlo de escudos, montar las tiendas y el templo de Amón, beber hasta saciarse y comer con esparcimiento.
››Al despuntar el alba del día siguiente, recibió con sorpresa y disgusto el faraón la visita de dos extraños guerreros con máscaras de oro, que sus centinelas habían cogido cautivos al encontrarlos fisgoneando cerca de allí. Uno era tan bajo que parecía un chiquillo, aunque tenía las espaldas gruesas como un toro, y no paraba de gruñir y protestar. El otro era más alto que los enormes eunucos del faraón, espigado como un junco y de largos cabellos, con un color más amarillo que las arenas, pero no tanto como el oro del trono del gran Ramsés.
–Hablad rápido o seréis ejecutados, extranjeros, porque no veo nada que me indique si sois egipcios o hititas, excepto el pelo largo de uno de vosotros, que se parece a los que llevan los guerreros maricones del Hatti –dijo Ramsés, ante lo que rieron todos sus súbditos de buena gana.
–Yo soy Nakht, y si tenéis la sabiduría de paraos un segundo y escuchar lo que venimos a advertiros, sabréis que corréis un gran peligro, ¡oh faraón entre faraones! –dijo el que era pequeño como un niño, pero que tenía la voz profunda como un demonio.
–Henhenet soy yo, y si vuestra bondad es tan grande como vuestras gestas, me disculparéis por llevar estos cabellos largos y tener un poco aguda la voz, pero los hititas nos han tenido prisioneros largos meses y sus torturas me han hecho esto, para más desgracia de mi persona. Pero aún así hemos llegado a la sombra de Ramsés el Grande, como acecha el escarabajo a la del horizonte cada día, para advertiros de la trampa en que os encontráis.
–¡Hablad, por Ptah! Que todo esto que decís parece cosa de magos, o algún engaño de los falsos dioses de mil lenguas a los que adoran los hititas.
–Detrás de las murallas de Qadesh Vieja, y debajo de la colina que seguro podéis otear desde lo alto de vuestro sitial, oh hijo divino del faraón Seti I y de Tuya, la Gran Esposa Real, aguardan listos para el combate los ejércitos de los hititas, que son tan numerosos como los granos de arena de este mismo desierto –dijo el de voz cavernosa.
–Conocen vuestra posición y esperan atacar en cualquier momento, ¡no hay tiempo faraón, ordenad la defensa! –lo acució el de voz aguda.
››Su consejero le advirtió que no se fiase de aquellos dos extraños, porque no sabían si en realidad eran solo una burla y si habrían sido enviados por el Hatti Muwatallih, para desorganizarlos y quebrarles el buen ánimo que todos tenían. Pero Ramsés además de bravo y joven, tenía la bendición de ver con el Ojo de Horus, y de alguna manera al mirar hacia donde les decían los dos recién llegados, vio señales que le inquietaron en las aves del cielo, y oyó un silencio que le ponía sus pocos pelos de punta...
–¡Preparad la defensa, rápido! ¡Dejad montadas las tiendas, el templo y todas las cosas que puedan entorpecer la refriega en el campamento! Y que partan mis tres emisarios más rápidos, para que avisen a los tres cuerpos que vienen hacia aquí del inminente ataque –nadie osó contradecir al faraón, no hubo ni una sola protesta por los desayunos interrumpidos–. Mantened a estos hombres cautivos hasta que sepamos más de ellos, y vosotros –dijo, instigando a los recién llegados con una mirada terrorífica–, más os vale que me hayáis dicho la verdad o cortaré vuestras lenguas y vuestras orejas, y os quitaré los ojos de las cuencas para que nunca caigáis en la misma falta.
››El campamento se transformó en un laborioso sonido de armas de bronce, relinchos de caballos, crujidos de madera y voces apresuradas, entre las que destacaban las órdenes de los jefes de escuadrón, que mandaban formar a los suyos. No hubo tiempo para más, porque apenas tocaba a su fin la hora de la llegada de los enmascarados, cuando el faraón pudo escuchar un gran ruido de caballos que venían cruzando desde el oeste, al otro lado del río Orontes, y vio como se abrían las puertas de la Vieja Qadesh y por ellas salían muchos más carros aún, dispuestos para la batalla y con tres guerreros de largas melenas sobre cada uno de ellos.
››Pronto más de quinientos carros cayeron sobre los egipcios del Cuerpo de Amón de Tebas. Y todo habría estado perdido, a no ser porque la misma confiada soberbia de los hititas, que se sabían superiores en número y se creían con la ventaja de la sorpresa, les llevó a los de los carros a la suprema torpeza de adelantarse con mucho a la infantería, con tal de reclamar la gloria del primer golpe, ni un ápice menor a la codicia de obtener para ellos mismos las mejores piezas del botín de oro y las joyas de los ricos egipcios.
››La primera arremetida de los carros hititas fue brutal, los escudos que protegían el campamento se doblaron como la hierba seca bajo los cascos de los caballos. Sin embargo Ramsés ordenó disparar a sus arqueros una, dos y hasta tres veces, menguando los carros mientras descendían sobre ellos gritando con bravura, para aguantar después la embestida con la primera línea de veteranos. Demasiado pronto los hititas presuntuosos creyeron vencida la contienda, y mientras Ramsés reorganizaba los carros supervivientes y salían del campamento para subir por la colina, con lo que obtendrían una mejor posición de disparo de sus mortíferos arcos, aquellos se dedicaban a correr sin control por dentro del campamento, chocando entre ellos gran parte de los carros y volcando no pocos debido a las cajas, cofres, tiendas y ganado que hacían del lugar una carrera de obstáculos para los hititas, cuando no una trampa mortal.
››En tal tesitura vio Ramsés a los suyos y a sus rivales, que le pasó por su faraónica mente la posibilidad de retirarse para esperar a los otros tres cuerpos de su ejército que a buen seguro estaban por llegar. Pero entonces vio junto a él al guerrero más alto de los enmascarados, que disparaba una flecha tras otra de su carcaj y abatía un hitita tras otro, y creyó distinguir al pequeño enmascarado saltando de carro en carro de sus enemigos, segando sus cabezas con un hacha que refulgía como la ira de Seth al sol de mediodía. Una sonrisa bravía demudó su rostro mientras gritaba:
–¡Egipcianos, Amón y Horus están hoy con nosotros! ¡Cargar los arcos! ¡Fuego!
››Los enemigos hititas estaban sufriendo un terrible castigo bajo las flechas de los egipcios, y entonces Ramsés ordenó la carga de sus guerreros, que cayeron sobre sus rivales con una fiebre fanática en los ojos... sin embargo los hititas todavía eran muchos más que ellos y enseguida se replegaron, con intención de acometer el contraataque. Entonces el faraón que llevaba su espada khopesh de bronce llena de sangre hasta la empuñadura, vio aparecer bajando por las dunas los carros dorados del Cuerpo de Ra, Abundancia de Valor, que venían perseguidos por muchos más carros de los hititas, y que cogieron por la retaguardia a los enemigos en su intentona de replegarse. La contienda se convirtió en matanza. Y los dos forasteros seguían aniquilando hititas, y llegaron a combatir codo con codo junto a Ramsés el Grande, formando a su alrededor una montaña de cadáveres.
››El mar de carros hititas parecía no tener fin, por cada uno que abatían, tres ocupaban su lugar. Ramsés había perdido su corona por el golpe de una lanza de Sattuara, general del Reino de Ugarit. La sangre enemiga bañaba su cara y las alhajas de su cuerpo esculpido en bronce, pero los ojos refulgían sin cansancio y su khopesh segaba cabezas sin conocer el desánimo.
–Parece que nuestro fin está cerca, desearía ver las caras de los hombres que me acompañan con tanto valor antes de que me reúna con los dioses –pidió a gritos el faraón, mientras el guerrero más alto giraba sobre sí mismo en una danza mortal de dos cuchillos que cercenaban los brazos y abrían los vientres de los rivales, solo comparable tal vez a la matanza cosechada por el propio faraón, o por el pequeño enmascarado que partía los troncos de sus enemigos por la mitad como si fuesen árboles endebles.
–No moriréis hoy aquí, Ramsés el Grande, ni hasta dentro de muchos lustros. Y no soy un hombre, por Elbereth –dijo el alto.
–Ni yo, por las barbas del hacedor. Podéis recordarnos como los Guerreros del Fénix.
››Ramsés no tuvo tiempo ni capacidad para asimilar aquellas extrañas palabras de los singulares guerreros, que sin ninguna duda venían de tierras lejanas, tal vez de Creta o de los misteriosos Pueblos del Mar. Pero además en ese momento de desesperanza, entró en la contienda el mermado Cuerpo de Ptah con parte del Cuerpo de Set, pues los dos habían caído también en sendas emboscadas de los hititas... y poco después llegó lo más granado de la élite de cada cuerpo egipcio, los guerreros Ne’Arin que habían ido hacia Qadesh separados del resto por la costa, mientras ellos atravesaban los desiertos desde Pi Ramsés, pasando por Canaan y la hermosa Galilea. Estos últimos sorprendieron por completo al Hatti y a sus guerreros de largos cabellos.
››La matanza se convirtió en carnicería. Y Ramsés sobrevivió a aquella batalla, que se quedó en tablas. Aunque no sobrevivieron como él los suficientes guerreros egipcios para tomar la ciudad y asegurar el territorio de Qadesh, aquel cruento derramamiento de sangre persuadió al Hatti Muwatallih sobre la conveniencia de volver a batallar contra el joven faraón. Poco después, Ramsés II el Grande se casó con dos princesas hititas, formando de aquella manera el Imperio más poderoso de Oriente Medio durante muchos y prósperos años. Sin embargo, ninguna de sus esposas fue tan querida nunca por él como la primera, la gentil Nefertari que le ayudó a sellar la paz con los hititas, y a cuyo lado palidecían las joyas, el sol y las estrellas.
››Pero nunca volvió a saber nada de aquellos misteriosos Guerreros del Fénix, aunque los buscó en el Alto y el Bajo Egipto, y llegó a creer que los mismísimos dioses Horus y Amón habían descendido aquel día a la batalla, para luchar junto al más grande de los faraones››.      

Usermaatra–Meriamón Ramsés–Heqaiunu, llamado también Ramsés III.

1 abr 2010

I Introducción

Hoy empiezo con "El Batallón Fénix", serie de relatos que estoy publicando a razón de una entrega cada tres meses en la revista online Imaginarios. Creo que así podré ofrecer al lector los relatos de una forma más continuada, quedando más claro el desarrollo de la trama principal que los une. Desde aquí un saludo muy grande a todas mis compañeras y compañeros de la revista, un magnífico trabajo llevado a cabo por personas geniales. 

La historia que voy a contar comenzó mucho antes de que lo que en ella sucede fuera posible. Es la historia de unos hombres y mujeres fuera de lo común, de esos que cambian el rumbo de la historia allá donde se encuentren. Estuvieron en la Batalla de Qadesh, en la de las Termopilas, en la batalla por Troya, en la Dagor Bragollach, en la Guerra del Anillo, en la Batalla de los Campos Catalaúnicos… y dios sabe dónde más estuvieron o estarán. Sólo espero no cruzarme jamás en el camino de tan temible batallón.
Yo nací en Egipto, hace más años de los que soy capaz de recordar. Mi padre y el padre de mi padre y el padre del padre de mi padre y así, hasta llegar al principio de los tiempos, descienden directamente de la sangre de Ra, el dios del sol. Es por eso que siempre tuve mis necesidades cubiertas, lo cual tendrá su importancia en el transcurso de la historia que narraré a continuación.
He aquí que, en uno de mis negocios de placer, me dirigía yo con mi séquito hacia El Cairo, desde una ciudad menor al mismo norte de ése lugar. De pronto nos vimos sorprendidos por una tormenta de arena, que se formó de la nada, tal y como a veces sucede en estos desiertos. Grande fue nuestro sufrimiento y mi pena, porque sólo yo salí vivo de aquella tempestad, la mayor que yo había visto en mi vida, ya larga por aquel entonces, y que veré también, en los pocos años que ahora me quedan por vivir. Dos de mis mejores soldados muertos, dos de mis mejores mujeres, enterradas en vida. Al menos sobrevivió un dromedario.
Desesperado y al borde de la asfixia, busqué a tientas en la arena algún rastro de supervivientes. Pero como ya he dicho, los pocos a quienes encontré habían perecido, y ya estaba a punto de levantarme para darme la vuelta y emprender el camino hacia la casa de El Cairo, cuando mis dedos tocaron algo. Era de metal, y estaba frío a pesar del enorme calor de la arena. Desenterré el objeto preso de una emoción extraña, pues no tenía sentido ponerme así por sólo cualquier baratija, ya que a mí me sobraban baratijas y caratijas, si ustedes me entienden. Pero el objeto no era tal, y cuando desenterré el resto, lo vi al fin: se trataba de una lámpara.
Era de oro macizo. Seguro que todos habéis oído contar las historias y leyendas que existen alrededor de estos objetos, pues lo que liberé de su entierro en las arenas eternas del desierto no era una lámpara cualquiera, sino una lámpara mágica. No soy hombre que dude, así que antes de lo que canta un gallo, había frotado la lámpara con ganas, y se formó ante mí un genio, enorme, majestuoso y azul, lleno de pendientes y otras alhajas.
–¿Cuál es tu deseo, oh mi señor, porque me has liberado del encierro perpetuo? Tres deseos habré de concederte, ni uno más, ni uno menos.
–Para llegar a lo que deseo, primero tendré que saber qué no deseo –empecé a razonar, pues siempre he sido muy dado al pensamiento inverso, al circular e incluso al recto¬–. No quiero riquezas, desde luego, porque tengo sangre divina y posesiones por igual. Me sobran las mujeres, los soldados, las tierras y el ganado, de manera que aunque el mundo durase cien mil años, mis descendientes seguirían siendo ricos. No deseo volver a la juventud, porque como comprenderás, no me falta nada ahora y soy suficiente sabio para no querer repetir lo que ya está hecho, para bien o para mal –el genio asistía paciente a mi charlatanería, sin darme siquiera una pista sobre lo que podía pedirle. Supongo que quien vive en una lámpara aprende pronto a esperar–. Como aún me quedarán dos deseos cuando te pida el primero, para pedirte llegar a mi casa de El Cairo cuando lo juzgue necesario, creo que ya sé lo que apetece a mi ánimo, ahora que he saciado un poco mi sed con agua de la cantimplora y me encuentro mejor. Quiero que me cuentes la historia más maravillosa que hayas escuchado, tú que eres de vida imperecedera y tienes oídos que van más allá de los que poseemos los mortales.
Entonces el genio sonrió, abiertamente, por primera vez desde que se apareciera ante mí. Sin duda, mi deseo había resultado muy de su gusto.