29 mar 2010

Hada en la niebla: Poesía para aprendices de vuelo

La poesía en general, y ésta en particular, me recuerdan una época despreocupada, veloz, intangible, preciosa para mí por todo lo que viví entre los járdines y la cafetería de la Facultad de Letras; un vivero idóneo para la poesía a todas horas, y casi siempre, cerca de las aulas (alguna vez, las menos, también adentro de ellas).


Hada en la niebla

                                                                   
Febrero llueve sobre el cementerio.
Es una tarde de domingo. Gris
es todo. Hemos venido a enterrar a una criatura
tierna y absurda.
                                                                                                            
JOSÉ HIERRO




Dicen: “ese chico no va a lado alguno,
su cabeza gacha va, cajón volcán
                                                    do
siempre canta, en ayer y de la lluvia”.

Las cruces de este cementerio
que apenas hube caminado
–reconozco mi estupor al ver su inútil
desolación de domingo en los cristales–
¡ay, vienen dobladas de sombra, de sombra!
Ellas cuidan de la escarcha mientras anida
los epitafios con su azul.

Sola escarcha ausente del Guadalquivir,
ahora vibra el manantial alegre verde,
rebosas sol ciruelas niños: esplendes;
domingo cenital, domingo sólo eres.

Pero aquí bajo el mármol forma
no es fácil romper las imágenes sellos:
la dirección flota sobre mi cabeza,
los gusanos pastan sobre mi cabeza.

Tus familiares y amigos no te olvidan

Una gota cae, otra gota explota
y la plata toda lluvia vomita
tristeza pura en los cipreses.

Poco me enseñaron los amigos, menos
las mujeres con estrellas en los labios;
descifré, cierto, dulce alquimia
camarada Smirnoff, cuando abrí las alas.

Hubiera entonces yo empapado mis huesos
de bulevares de París luminosos
por la ventana mientras nos amábamos
sobre la moqueta roja de aquel hotel.

“No me sueltes, ¡no me sueltes!”, me rogabas,
y siento aún tu aire abrasar mis mejillas.

Ahora pasa el sepulturero;
sus botas de hojas amarillas,
absueltas en este campo maldito
de barro, ceniza, estatuas de ángeles.

Ahora espero yo tu venida
¡oh hada en la niebla! Estoy desterrado
¡qué quieres!, escribo aquí mi soledad,
hago mi silencio, estudio mis astros,
dejo que pasen mis horas. No es hora ya.
Ordeno a cada rato mi oscuridad,
me miro en este cruce de caminos a
ningún hotel habitable, limpio, azul.

Y luego duermo en un nicho democrático,
y me ciño cada mañana estas gafas
de rosas blancas, rojas, no: amarillas.
Estas rosas de plástico que me traen,
fastidiosos, los niños del pasado.



[Poema publicado por primera vez en la revista Náyade, de la Universitat de València]

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